jueves, 28 de septiembre de 2017

El bosque de Valenwoods.

Los elfos silvanos normalmente celebraban cosas relacionadas con el bosque, con los animales o las estaciones del año, pero esta vez, era distinto, esta vez celebrarían la vuelta de su reina, además, ella no venía sola y era algo que esperaban desde hacía mucho tiempo, pues sólo la veían llorar, desolada y abrazada a un corazón roto que no dejaba de sangrar.

Esa noche se escuchaban los cantos suaves cómo la brisa de verano desde todos los puntos de Elrhir, invitando a quien lo escuchara a acercarse al centro del bosque para bailar con ellos alrededor de las luces blancas y puras que surgían de los cristales que utilizaban cómo farolillos, cristales de Luna.
Nuestra reina estaba con el Mariscal en el balcón de sus aposentos, disfrutando de la puesta de sol cuando llegó a ella la música y las ganas de correr la invadieron, haciéndola sonreír de forma nostálgica.

—Necesito que te pongas algo cómodo. —dijo la joven mirando al muchacho, más alto que ella, que sonreía de forma cálida, cosa que no hacía a menudo fuera de las cuatro paredes de cualquier de los dos aposentos que frecuentaba, el suyo y el de ella.
—¿A dónde se supone que vamos? —preguntó Vaalkirar, sopesando opciones de vestimenta en su cabeza. Podría ser todo lo Mariscal del mundo, pero a la hora de la verdad, su imagen le importaba casi tanto cómo su espada.
—A una fiesta bastante especial, en el mismo corazón del bosque. —murmuro Kenthiray mientras entraba en el vestidor, poniéndose un vestido blanco, holgado y cómodo.

Una vez listos los dos, empezaron a correr por las lindes del bosque, que eran prados verdes, dorados y morados, un mar de colores que calmaban el alma.
Cada vez la música se oía más cerca, más alta, pero sin resonar cómo los tambores de guerra a los que el joven Mariscal estaba acostumbrado, era una música suave y penetrante que te hacía reír y tararear.
Y así, entre risas y juegos, cuando la noche cayó, llegaron los dos al mismísimo centro de todo, el corazón del bosque de Elrhir.
Al llegar, vieron a los elfos danzar. Sus ropajes hacían parecer que el viento había cobrado una forma física fina y delicada para acompañarlos en sus movimientos. Los cantos eran cómo los susurros alegres de un bosque en primavera.
Una vez allí, la pareja se dejó llevar por el ambiente, acompañando a los elfos silvanos en su celebración, que ahora cobraba muchísimo más sentido al haber captado la atención de su amada reina.

Habían pasado horas, habían cenado, habían bailado, cantado, bebido con los habitantes del bosque, tanto elfos cómo pequeños animales que se habían unido a la celebración y ahora se dejaban reposar en una de las casas que coronaba el Valenwoods más alto de la colonia, preparada con cariño para la reina. Era un aposento especial, hecho de la madera más blanca que había en el reino, pulida a conciencia, decorada de forma sutil y minimalista, pero con clase, el techo de ese aposento principal se retiraba con un chasquido de dedos, dejando ver un cielo colmado de estrellas y una gran Luna que iluminaba los cuerpos de los jóvenes, que entre caricias, besos y secretos, se dejaron a merced de Morfeo, una vez más, bajo la Gran Madre Blanca.

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